jueves, diciembre 27, 2007

Regalo de Navidad

El último cuento de navidad en Bohemia, por Jaroslav Seifert.
Jarolav Seifert fue miembro fundador del grupo vanguardista checo Devetsil y tambien del Partido Comunista Checoslovaco. En 1984 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Antes de todo esto había nacido en Praga, un año después de que comenzara el siglo.
Los poetas de Devetsil reclamaban una poesía para los sentidos, en la que las formas se imponían a los contenidos y el impacto visual importaba más que el significado utilitario de cada palabra. A esta concepción de la poesía pertenecen sus libros de poemas La ciudad en llamas (1921), El amor mismo (1923) y En las ondas (1926). La pubicación de estas obras, su defensa a la libertad y el rechazo a la ortodoxía comunista hicieron que se alejara del Partido que él mismo había contribuido a fundar y que en 1950 declararía a otro miembro de Devetsil, el poeta Karel Teige, como enemigo del pubelo. Con el correr de los años su oposición al partido crecería y se opondría radicalmente al stalinismo. Como Presidente de la Unión de Escritores Checos (de 1968 a 1970) condenó la invasión sovietica y firmó la declaración de 2000 palabras en las que solicitaba al Partido se continúe con el proceso de democratización comenzado por el presidente Alexander Dubcek. En 1977 fue uno de los firmantes de la "Carta 77".
Siefert murió el mismo año que Jorge Luis Borges (1986) con la diferencia menor de haberlo hecho dos años después de haber recibido el premio nobel. Premio que el autor argentino no había consegudio, como tampoco lo había conseguido Karel Capek, quien el año de su muerte había sido postulado para recibir el premio. En Todas las bellezas del mundo, libro de memorias del cual extraemos el relato que a modo de obsequio de Navidad les ofrecemos, Seifert nos cuenta que "Karel Capek decía que la gente quiere a los belenes porque les hacen ver el mundo más humano e idílico", pero que él los adoraba "porque estaban inseparablemente unidos a la época de fiestas hermosas, cuando todo estaba perfumado y la gente era distinta." Aprovechemos entonces que estamos en esa época y disfrutemos del relato que Seifert nos regala.
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El último cuento de Navidad en Bohemia.
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Mientras estoy escribiendo estas páginas la habitación se me está inundando de un cálido aire primaveral, lleno de toda clase de aromas, que entra por ventana abierta de par en par. Florecen las lilas. Pero ni la alegre primavera me puede hacer desistir de este tema tan invernal. Muchos podrían pensar que tengo olas enteras de nieve en la ventana, la misma que en la calle produce crujidos bajo los zapatos, y que el termómetro está bajo cero. ¡Qué va! Precisamente ahora me acaba de traer mi hija unas cuantas enormes peonías chinas y me las ha puesto sobre la mesa. Me parezco a VIadimír Holan, quien en una de sus cartas revela que está esperando las navidades desde el año nuevo. Me gustan esas fiestas. Y las agradables imágenes del idilio navideño, las puedo ver mentalmente, aunque sea sobre la arena caliente, al lado de un río estival. ¿Entonces por qué me tendrían que molestar las lilas en flor?
De niño solía leer ávidamente los cuentos navideños, estuvieran donde estuvieran. En el suplemento dominical del periódico, en un calendario humorístico, o en las estampas del aguinaldo que antes de las fiestas solian traer los carteros. Estaba agradecido por cualquier poemita corto u otra pieza que me hiciera pensar en las Navidades.
Recuerdo todavía hoy uno de estos cuentos de estampa de un cartero. Y lo leí hace setenta años. ¡Dios mío! ¡Hace setenta años!
Era tan sencillo que hacía llorar, pero lo contaré igual. Un hombre a quien le gustaba pasar el tiempo en las cervecerías, se olvidó hasta de la Nochebuena. En vano le esperaba su joven mujer en casa. Muy tarde, cuando regresó, estaba cayendo una nieve espesa que lo cubrió todo. El borracho vagó por la carretera blanca hasta que, cerca de uno de los palos telegráficos, se mareó de tal manera que se sentó y se durmió sobre la madera empapada. Pero al cabo de un momento oyó voces desde el palo. ¡Era la voz de su mujer! Hablaba con un joven ayudante del guardabosques. Que venga, sí, su marido no está en casa y tardará mucho en llegar. ¡Estarán solos! Se despertó de prisa, se puso de pie y según podía, se apresuraba a su casa. El final del cuento lo dejaba claro el dibujo. El borracho está arrodillado delante de su mujer, con la cabeza en su vientre, y la mujer, contenta, sonríe.
Pues, ¡felices fiestas!
Es tonto y primitivo, ¿verdad? Sí, realmente es así. Pero entonces me gustaba mucho por su final agradable y navideño. A menudo he recordado aquella estampita de aguinaldo. Algunas veces en unas situaciones bastante adecuadas. ¡Quizá por eso no lo he olvidado!
Hace tiempo que no se escriben cuentos navideños. Han pasado de moda. Es otra época. Pero las fiestas tampoco son las mismas de mis años jóvenes. La nieve ya no cae tan espesa, ni se va a la misa de adviento y las fiestas navideñas ya no son una oportunidad para una quieta meditación. Todavía se encienden los árboles de Navidad, eso sí, pero ya no se cantan canciones navideñas delante de ellos. Se pone el tocadiscos y las parejas bailan danzas modernas. Tampoco se bebe el aromático y dulce ponche después de cenar, sino algo mucho más fuerte. ¿Y quién va ahora a la misa del gallo? Y por lo tanto, ¿quién leería los cuentos navideños hoy en día?
No obstante, yo he decidido escribir uno. Probablemente será el último cuento navideño de la Bohemia. Algo parecido al último oso en las montañas. ¿Pero no soy algo vanidoso? Más vale que deje las reflexiones y empiece.
En nuestra calle del antiguo llano de Brevnov hay una torre en la que hasta hace poco había una estación herpetológica. Eran nuestros vecinos de enfrente, así que no era difícil conocerlos. La torre estaba construida sobre dos parcelas, porque sobre una de ellas hay una capilla de peregrinos barroca, y está guardada. Por eso hay un jardín bastante grande al lado de la torre. En la estación herpetológica habían trabajado ya dos generaciones.
El Dr. Frantisek Kornalík con su hijo Frantisek. Les ayudaba la señora Kornalíková, su mujer. Criaban víboras y les sacaban el veneno de los dientes, que entregaban al instituto farmacológico.
Ellos mismos llevaban a cabo experimentos con un medicamento contra el cáncer y utilizaban para ello veneno de serpiente. En el sótano luminoso y espacioso tenían unos veinte viveros con víboras.
La vista de las serpientes me decepcionó. Las víboras estaban inmóviles, dormían. Algunas veces miraba el trabajo de la familia Kornalík y no dejaba de maravillarme de la habilidad con que trataban a las serpientes. Las cogían en la mano y las forzaban a dejar el veneno en un platito preparado. Eran dos o tres gotitas de líquido amarillo que cristalizaba sobre el platito. Es verdad que Kornalík padre aparecía a veces con un dedo vendado, pero me aseguraba sonriendo que todos ellos eran inmunes contra el veneno de serpiente. Lástima de las gotas en el dedo, decía. Él quería a las víboras.
Nuestros vecinos eran grandes amigos de los animales. Amaban extraordinariamente a todo lo vivo, con un sincero sentido para las necesidades de los animales. Delante de la puerta que daba al jardín muchas veces tomaban el sol dos bulldogs. Estaban tendidos como dos leones que guardaran el portal de un reino. Sacaban las lenguas rosadas de las bocas negras y eran verdaderamente hermosos. Dentro de la casa de los Kornalík también tenían cosas vivas: peces exóticos en un acuario y unas graciosas tortuguitas con corazas de ámbar. Los perros tenían su pequeña madriguera en un rincón del recibidor, y como se agitaban y movían allí, lustraron un trozo de pared hasta ponerlo de un negro brillante.
Los muchachos del barrio cazaban en los cercanos campos pequeñas ratitas y se las traían a las víboras. Con este botín se compraban la oportunidad de ver a las serpientes. Los Kornalík no recibían solamente ratones, sino que la gente les traía también serpientes ordinarias. Una vez, cuando no estaban en casa, el cartero llamó a nuestra puerta para que le entregáramos un paquete con una inscripción que avisaba: «i Cuidado, hay víboras!». Según nos aseguró, se sacaba este paquete de encima con mucho gusto. Nosotros también nos alegramos cuando los Kornalík lo recogieron.
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Una historia divertida pero seguramente no demasiado agradable le ocurrió al Dr. Kornalík cuando traía una caja llena de ratoncitos blancos para las víboras desde el Instituto de vacunación. En el tranvía se puso la caja sobre las rodillas y tranquilo inició su viaje. Pero las ratitas silenciosamente hicieron un agujero en la caja a base de mordisquearla y en poco tiempo se salieron todas afuera y alegremente corrían por el vagón. Entre los pasajeros estalló el pánico. Especialmente las señoras que querían saltar del tranvía en marcha. Los demás intentaban coger a las ratitas. Los animalitos, además, estaban marcados con distintos colores para los diversos experimentos, cosa que seguramente era muy pintoresca pero aún reforzaba la alarma. Los pasajeros pensaban que estaban inyectadas con virus de enfermedades peligrosas. Al final iodo se arregló. Las ratitas fueron recogidas y los viajeros se tranquilizaron.
Era interesante observar el comportamiento de las ratas entre las víboras. Las ratitas blancas tranquilamente corrían sobre las cabezas de las víboras; no las habían visto nunca. Y estaban absolutamente tranquilas. En cambio, los ratones de campo, que ya tenían codificado el antiguo miedo de las víboras, estaban acurrucados con espanto en un rincón. Su desgracia venía cuando se encendía en el vivario una bombilla que irradiaba ondas calientes. Las víboras se desperta ban en seguida de su letargo y luego todo era cuestión de un momento. Con un movimiento rápido como un relámpago y casi imperceptible la víbora picaba a la ratita, por unos momentos la dejaba retorcerse en espasmos y luego comenzaba a tragarla. Tengo que decir que esos instantes no eran precisamente agradables. ¿Pero con qué derecho podemos nosotros los humanos afirmar que una escena así es horrorosa y fea? ¿Con qué derecho?
Un donante solícito mandó una vez una serpiente a los Kornalík. Lo miré en una enciclipedia: se trataba de una culebra de Escolapio, a la cual se le llamaba dorada o amarillenta. Para los Kornalík era inútil y la soltaron en el jardín. Al día siguiente cundió el rumor de que a los Kornalík se les había escapado una víbora, y la gente apedreó a la pobre culebra indefensa. El doctor se lamentaba. Era un precioso ejemplar y le daba lástima.
Si los Kornalík eran inmunes contra el veneno de las serpientes, no lo eran en absoluto contra la música. A menudo visitaban los conciertos pragueses, bajo cuyo generoso techo se reunían los médicos del hospital de Motol y célebres músicos solían ser invitados con frecuencia. El pianista Jan Panenka y el violoncellista Josep Chuchro figuraban entre los amigos de la casa: pero, aparte de ellos, les solía visitar también el amable Ancerl y el inolvidable violinista Ladislav Cerný, de quien éramos buenos amigos. No sólo era un excelente músico, sino también un cocinero estupendo. Aparte de llevar muy bien la batuta, sabía manejar la cuchara a la perfección. Sus cenas tenían mucha fama. A casa de los Komalík solían venir también otros músicos: entre ellos, los magníficos Dobiás y Smetácek.
Pero no fue este camino el que condujo allí al gran pintor Jan Zrzavý.. Estaba preocupado (y hoy ya podemos decir que sus preocupaciones no eran infundadas) por una enfermedad mortal y fue allí para consultar un remedio a base de veneno de serpiente. Al cabo de tres días me contaba su visita y en los ojos le quedaba todavía algo del terror que había pasado y se le veía excitado.
Estaba sentado a la mesa, conversando amistosamente, cuando un repentino sobresalto le levantó rápidamente de la silla. A unos pasos de la mesa tomaba el sol un cocodrilo vivo.
Hablando de los animales en casa de los Kornalík, he olvidado el cocodrilo. También lo criaban en casa. En la cocina, debajo de la mesa, tenían una gran caja de hojalata con agua dentro y allí vivía un joven cocodrilo. No era demasiado grande, pero sí lo suficiente para aterrorizar al amigo Zrzavý. Habría salido de la caja atraído por el sol, que, seguramente le faltaba debajo de la mesa.
Zrzavý contó esta historia muchas veces. Estaba seriamente convencido que en casa de los Kornalík podía suceder una desgracia. Se le explicaba que el cocodrilo era aún muy joven y nada peligroso, pero el pintor no se dejaba convencer. Francamente, yo tampoco tendría demasiada confianza en sus hermosos dientes.
Y ahora, por fin, llego al punto de mi cuento naideño. No será largo. Se trataba de las segundas o las terceras fiestas navideñas después de la guerra y eran un poco extrañas. Dos días antes de la Nochebuena estaba yo plantando los bulbos de unos tulipanes y de unos narcisos en el jardín, porque un amigo me los trajo tarde. En la mañana del día de Nochebuena corté unos capullos de rosas un poco marchitos. Los tulipanes y los narcisos crecieron en la primavera con todo esplendor; las rositas, en cambio, tuvieron unas flores más bien tristes para las fiestas. Así eran las Navidades de aquel año: nada de frío, nada de nieve, un diciembre cálido, otoñal.
En Navidad me gusta salir a pasear por las calles cubiertas de nieve. En nuestro barrio todavía suele haber nieve cuando en Praga hace ya tiempo que se ha fundido. Y por el camino me agradaba mirar las ventanas, donde por la noche resplandecían los árboles de Navidad. Son unos momentos agradables de última hora de la tarde y el corazón se me alegra. ¡Qué felicidad sentarse luego al lado de la estufa, con una gran taza de té y recordar las remotas Navidades en mi casa!
También había pocos peces aquel año. Al lado de las tradicionales artesas, había largas colas de gente.
Después de haber esperado bastante tiempo, la señora Kornalíková había traído una buena carpa de tres kilos que, según la costumbre, soltó viva dentro de la bañera. En casa de mis padres en Zizkov no teníamos cuarto de baño, así que poníamos los peces en la cocina, dentro de una artesa. En la terraza se hubieran congelado. Entonces helaba mucho más. Matar a las carpas era una tarea de hombres. Mi padre lo hacía y yo también, con muy pocas ganas.
Así se acercó la Nochebuena. El señor Kornalik mató la carpa y la llevó a la cocina, donde su mujer estaba afilando el cuchillo para limpiar y cortar en porciones el pescado. En aquel instante se oyó un golpe sordo debajo de la mesa. El cocodrilo golpeó el suelo con la cola y rompió en ladridos, primero suaves y luego rabiosos.
Le dieron al compañero del Nilo unos restos de comida, como de costumbre; pero los ladridos no cesaron. A la diferencia del cangrejo que el poeta Gérald de Nerval sacaba a pasear con una cuerda y sobre el cual afirmaba que no ladraba como un perro y en cambio conocía el misterio del mar, el cocodrilo de los Kornalík sólo conocía el misterio del Nilo, eso es verdad, pero ladraba como dos perros juntos.
Entonces se llevaron a la carpa fuera del olfato despierto del cocodrilo, pero fue inútil. Seguramente el ambiente de la cocina estaba tan lleno del excitante olor de pescado que el cocodrilo seguía ladrando.
Cuando esto duraba ya bastante tiempo, la señora Kornalíková miró interrogativamente a su marido. Él hizo una señal de que sí. Entonces la señora trajo la carpa y la tiró en la caja debajo de la mesa. Los ladridos terminaron en seco y se oyó un crujido de espinas de carpa entre los dientes del cocodrilo. En un momento se le acabó la cena al animal. ¡Pero a los Kornalík también!
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Y por eso, ¡feliz Navidad!

miércoles, octubre 31, 2007

El falso autostop (tercera emisión)

III. Kundera, Borges y el puente de la identidad.En “La nadería de la personalidad” Borges abusa del idealismo para aseverar la inexistencia del yo: “Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me mataría toda oscuridad y no quedaría nada en mí para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidarlo (…) Idéntica argumentación se endereza después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil” (Borges: 1998a, p. 103). Luego a través de la inaprensibilidad del tiempo anula la conciencia: “Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista reflejándose en ella. (…) el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo” (Borges: 1998a, p. 104).
El texto de Kundera “El falso autostop” y el del autor argentino son incompatibles porque la tarea del novelista europeo es harto más compleja. Mientras que Borges analiza y descuartiza el asunto del yo a partir de la percepción individual del problema (la percepción del yo observada a través de uno mismo), Kundera enfrenta además los obstáculos que le plantea la existencia de un otro (la percepción del yo observada a través de uno mismo y de un tercero). El juego verbal de Borges, de hecho, al carecer de la contemplación de ese tercero carece de toda validez e importancia. Reflexionar el problema del yo sin contemplar la complejidad que la mirada del otro implica es una banalidad absurda. Es ese otro quien da validez a la existencia del primer concepto. Sin la existencia de un “él” se torna absurda la necesidad de un “yo”. Lo que Kundera plantea en “El falso autostop” es la construcción de la personalidad (la compleja tarea de encerrar en un conjunto aquellas características que nos pueblan y nos definen ante nosotros mismos) pero también la construcción identificatoria (la compleja tarea de encerrar en un conjunto aquellas características que nos pueblan y nos definen como nosotros mismos ante terceros). Es en esta última etapa donde el texto de Kundera se aleja del borgeano y se expande hasta tornársele inaprensible. Borges podrá desestigmatizar el problema a través de ingeniosos argumentos que prueben la falta de asidero del yo y probar la inexistencia de esa construcción en nuestros mecanismos de pensamiento. Pero eso no hace más que reducir el problema y quitarlo de su verdadero lugar de pertenencia para llevarlo a aquel terreno en que podamos manejarlo. De hecho, la necesidad imperiosa de un tercero para la existencia del problema del yo no ubica a la problemática en ese tercero sino en el vínculo que entre esos seres se impone. Es en la realidad, esa entidad inaprensible y arrasadora de la que hablábamos anteriormente donde radica el problema, y por eso se nos torna indescifrable. Este hecho es lo que constantemente proclama Kundera en su relato y lo que en el fondo Borges ya sabía. Si no, de que otra manera explicar las palabras final de su “Nueva refutación del tiempo” en las que declara: “Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de de Swedenborg y del infierno de la mitología tibeteana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. (…) El mundo, desgraciadamente, es real; yo desgraciadamente, soy Borges. (Borges: 1998b, p. 286). En la similitud de la tautología patética del “yo soy yo” ya citada, y la más sutil “yo desgraciadamente, soy Borges” es donde intentamos apoyar los pilares de este puente que acabamos de construir.

El falso autostop (segunda emisión)

II. Ficción y realidad

En el relato trabajado el juego (la ficción) va desplazando la realidad a medida que toma consistencia y se asienta como nuevo parámetro para el comportamiento de los personajes. Así, a medida que la novia avanza en la composición de la autostopista, el novio descubre que su chica es capaz de ser otra y que esos rasgos identitarios (los rasgos que la aíslan, que la separan del resto de los seres humanos, aquello que la hace única) desaparecen y el ser amado se pierde para dar paso a un sujeto desconocido.
El elemento principal que permite a la ficción ir tomando consistencia hasta confundirse y tornarse realidad
[1] es la atracción por los opuestos, por eso que, por ajeno, por desconocido, nos atrae; por el mero hecho de saber de antemano que se trata de algo que nunca vamos a alcanzar. El juego es la excusa para animarse a ser otro, no un otro cualquiera, sino precisamente aquel que sabemos nunca vamos a llegar a ser. Es ese el papel liberador que cumple todo juego (y que es aplicable al arte). Sólo allí es posible matar sin ser asesino, engañar sin sentir culpa; sólo allí desaparecen por completo las categorías morales, se tornan absurdos los conceptos del bien y del mal. Es gracias al juego y la ficción que somos capaces de abandonarnos por completo.
Esta atracción por los opuestos es la pulsión que atraviesa todo el relato. En repetidas ocasiones Kundera hablará de la fuerza y el placer que arrastra y conlleva a los personajes a traicionarse a sí mismos. A intentar aprehenderlo todo. En el transcurso de nuestras vidas las encrucijadas que nos plantea la existencia nos obligan a elegir caminos que anulan a los otros, no podemos poseer las dos caras de la moneda, en el preciso instante en que optamos por a cerramos la puerta al universo que b nos tenía deparado
[2]. Lo que lleva a los novios a intensificar su papel de autostopista ligera y de seductor misógino es la posibilidad de poseer al otro de aquella manera en que nunca lo hemos poseído. Es la ambición de apropiarse de ese otro aspecto del mundo que nos está vedado, de ser negro y blanco, la ligereza y la pesadumbre, el día y la noche. Es el deseo incontrolable de representarlo y experimentarlo todo, de convertirse, por un momento en el Aleph borgeano[3] y poseerlo todo en un instante.
Por esto dice Kundera que “Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica” y luego que “nunca había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni por su fuerza ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había deseado en otros tiempos parecerlo”.
[4] La vida del joven transcurre cercada por las demandas de su trabajo, así “no había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación.” [5] y bajo la mascara del personaje que actúa toma una carretera distinta a la que habían planeado, consiguiendo así alejarse de sí mismo.
Al hablar de la novia el autor es aún más explicito:
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la chica sonrió inmediatamente al pensar lo hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado de mano a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar así (ella sola, la única) a su amado. (Kundera, 2000a: p. 88).
.Pero el idilio de la plenitud no puede sostenerse en el tiempo. La convivencia armónica de los opuesto es un imposible que trastorna las construcciones identitarias
[6] y que mantiene la tensión mientras la moneda gira de canto a la expectativa sobre que cara será finalmente la que se imponga. Es en esos momentos que la moneda gira y trasluce sus dos figuras cuando el amante se plantea por el verdadero rostro de su chica: “El joven estaba cada vez más irritado por lo bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es, está claro que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; (...) es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su propia chica, nadie más que ella.”[7] Es con la última sentencia de la cita que escuchamos el tintinear de la moneda que termina de caer.
El juego que llevan a cabo los amantes tiene, además, otra trampa insalvable. La moneda tiene en su consistencia el peso de la fatalidad, una de tal magnitud que una vez estampada su superficie en el suelo no habrá mano humana que logre levantarla y que consiga dejar su reverso al descubierto. La ficción y la realidad disputan un juego en el que entremezclan su cuerpo y delimitan los actos de los hombres sin que estos tengan interferencia alguna en él. Al final del relato la novia intentará descubrir el rostro habitual de su amante y cobijarse en su cara más conocida. Pero sus fuerzas no alcanzan, la moneda ya ha caído y todos sus intentos son vanos: “Así quedó desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa. Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego.” (Kundera, 2000a: 97). Y luego: “La chica tenía ganas de revelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza.” (Kundera, 2000a: 98). Es recién cuando la piedad acuda en su ayuda, cuando la chica logrará traer de vuelta la imagen cotidiana de su novio.
Las realidades arrastran a los amantes a traicionarse a sí mismos porque la fuerza de su configuración es mucho mayor que la de la libertad del hombre.
[8] Éste ve limitada sus acciones por los marcos que aquella le impone y bajo los cuales le permite actuar. La ficción es un prototipo de realidad, una realidad a medias, escondida en las posibilidades del ser. El mismo Kundera lo confiesa: “los personajes no nacen como los seres humanos del cuerpo de su madre, sino de una situación, de una frase, una metáfora en la que está depositada, como dentro de una nuez, una posibilidad humana fundamental que el autor cree que nadie ha descubierto aún. (...) Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron.” (Kundera, 2000c: p. 223). Los amantes de “El falso autostop”, a través del juego, incorporan la ficción (esa realidad incompleta) y la construyen hasta agregarle los eslabones suficientes para que se confunda y se torne realidad. Una realidad que supera la fuerza y la comprensión de los hombres y a la cual queremos e intentamos comprender y poseer desde todos los ángulos posibles, aun (en especial) de aquellos que nos son contrarios, de aquellos que nos ofrecen ver a través de un giro de 180 grados el otro lado de las cosas y descubrir los engranajes detrás del reloj; dispuestos a pagar el costo, inclusive, de traicionarnos y de perdernos a nosotros mismos hasta la desesperación de no poder definirnos más allá de la mera tautología.
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.[1] La realidad cede ante la ficción que de pronto toma carácter de realidad. El momento en el que esto acontece ocurre cuando el personaje que actúa el novio impone su destino por sobre el que estaba planeado: “De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción”. (Kundera, 2000a: p. 87).[2] Las ideas de las dos caras y de la traición a uno mismo aparecen también en La identidad a través del personaje de Chantal, quien es conciente de su funcionalidad: “Sí, es cierto, puedo tener dos caras, pero no quiero ponérmelas al mismo tiempo. Contigo me pongo la cara burlona. Cuanto estoy en la oficina, me pongo la cara seria.” (Kundera, 1998: p. 36) y “A veces recomiendo al que me cae simpático y otras al que se entregará a su trabajo. Actúo a medias: traiciono a veces a la empresa y a veces me traiciono a mí misma.” (Kundera, 1998: p. 37)[3] La evocación al Aleph no es gratuita, en las páginas finales del relato Kundera dirá: “Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos imágenes puestas una encima de otra y que se transparentasen la una a través de la otra”. (Kundera, 2000a: p. 95). Asimismo la imagen de la moneda será utilizada por nosotros en algunos párrafos siguientes.[4] (Kundera, 2000a: p. 84)[5] (Kundera, 2000a: p. 85).[6] Kundera lo dice con sus propias palabras: “... el joven (...) no dejaba de ver en la autostopista desconocida a su chica. Y eso era precisamente lo más doloroso...”. (Kundera, 2000a: p. 93).[7] (Kundera, 2000a: p. 90).[8] “¿Cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos externos se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?” (Kundera, 2000b: p. 37)

viernes, octubre 26, 2007

El falso autostop (primera emisión)

I. El inicio de un viaje y la fuerza de la realidad.
El primer problema a resolver en el análisis del tratamiento del yo en el relato de Milan Kundera “El falso autostop” es hallar el momento preciso en que sus personajes se ven apartados de los parámetros que enmarcan su conducta. Es decir, aquello que los sitúa en un viaje desenfrenado cuyo destino se torna, de modo cada vez más irrefrenable, en un alejamiento abismal de sus comportamientos habituales. Y es en la palabra viaje, no casualmente, en donde quizá podamos hallar ese fatídico instante inicial.
El relato sitúa a los amantes en su primer día de vacaciones y el contenido de esta sentencia es absoluto. No se trata de hecho del primer día de sus vacaciones, sino del primer día de vacaciones de su vida como pareja. El narrador informa que los amantes se conocen hace ya más de un año (“Hacía ya un año que la conocía y la chica todavía era capaz de avergonzarse ante él”, Kundera, 2000: 79). En la otra referencia a la antigüedad de la pareja se repite el período de 12 meses[1] y entonces podemos aseverarlo: los amantes no llevan el tiempo suficiente como para poder haber pasado otras vacaciones juntos.
La omisión total a lo largo del relato a aquellas improbables primeras vacaciones compartidas es nuestra prueba más irrefutable.
La confrontación de los personajes con una realidad configurada por elementos ajenos a su cotidianidad es lo que les permite descubrir en el otro facetas (caras) desconocidas y poner en cuestionamiento el principio de identidad. Aquél que pensamos que era de tal manera de repente se comporta de una forma totalmente distinta.
Un exiliado ha sido cobarde durante toda su vida. En su primera noche en tierras foráneas es ofendido por su condición de inmigrante, por un momento actúa de manera habitual y opta por no responder a las injurias. Luego piensa: la ofensa no ha sido sólo contra él (como tantas otras ofensas que ha recibido a lo largo de su vida), está ha alcanzado también a su patria, y con su patria sus afectos, con sus afectos, su familia. De pronto ve ofendidos a todos sus seres queridos, padres, hermanos, abuelos... Descubre que la ofensa incluye todo lo que contiene su pasado y siente la incontrolable necesidad de defenderlo. Entonces, por primera vez en su vida, es valiente, y dispuesto a hacer frente a los agresores nuestro héroe se pone de pie.
Estas escenas que sitúan a los personajes fuera de los ámbitos y contextos que les son naturales son las que utiliza Kundera como disparadores de la encrucijada en la que se bate el problema de la identidad. La realidad a fuerza de extrañeza se impone a los seres que, sorprendidos de los acontecimientos que esa realidad les depara, no encuentran los reflejos necesarios para sortear sus obstáculos con habilidad y se ven arrastrados por ella. En “El falso autostop” esa escena es la que enmarca el relato: el inicio de las vacaciones. Pero el recurso además se encuentra utilizado de manera mucho más explícita en la novela del propio Kundera La identidad, en una de cuyas páginas finales escribe:
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Sale sin saber que hará. Lo importante es dejar aquella casa que ya no es la suya. Dejarla antes de decidir adónde irá después. Tan sólo al llegar a la calle se permite pensar qué hará. Pero una vez abajo, siente la extraña sensación de encontrarse fuera de lo real. Tiene que detenerse en la acera para poder reflexionar. ¿Adónde ir? (Kundera, 1998: 139).
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Y más adelante:
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Al rato esa idea no le satisface: al dejar atrás su casa, creía que reencontraría su independencia y, en realidad, se deja manipular por una fuerza desconocida e incontrolada. La decisión de irse a Londres, que le han soplado descabelladas casualidades, es una locura. (...) Se promete a sí misma: cuando el autobús llegue a la Gare du Nord, no se moverá de sus asiento; seguirá hasta el final del trayecto.
Pero, cuando el autobús se detiene, se sorprende a sí misma apeándose. Y, como si algo la aspirara, se dirige hacia la estación
. (Kundera, 1998: 142).
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Queda claro que esa fuerza que aspira al personaje es la de una realidad que parece encontrarse fuera de lo real. Una realidad que avanza con la fuerza irrefrenable de un tsunami y que barre con todo, incluso, con la misma identidad. Pero los escenarios extraños no se limitan solamente a los que no han sido transitados por los personajes, sino que incluyen además aquellos que son habitados por uno, pero no por el otro. Aquellos en los que uno de los amantes habita sin la participación de su compañero. Si la realidad tiene la fuerza de borrar los rasgos identificatorios e identitarios, el ser amado puede no ser como nosotros queremos ante esa realidad que no nos pertenece y que impone sus propias reglas. En “El falso autostop” esas reglas son las que organizan la seducción ocasional de un joven que levanta a una hermosa “autostopista” y esto posibilita a la novia a descubrir, con horror, un nuevo rasgo de la personalidad de su amado: la extrema habilidad con la que sabe manejarse bajo esas reglas: “Al oír estas palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que ella se imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella, a una autostopista desconocida) y lo bien que le sentaba” (Kundera, 2000: 83).
El viaje de vacaciones sitúa a la pareja en un marco situacional que difiere de su rutina cotidiana. Esa nueva realidad a la que se ven enfrentados los personajes es lo que permite el afloramiento de conductas contrarias a las que tuvieron durante toda su vida y esas conductas ponen en tela de juicio su identidad. ¿Pero de qué manera esas realidades arrastran a los amantes a traicionarse a sí mismos, a plantear la patética aseveración desesperada de que “yo soy yo… yo soy yo…”? (Kundera, 2000: 100),
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[1] “Con esa misma angustia se había acercado también al joven a quien había conocido hacía un año” (Kundera: 2000, p. 80).

miércoles, mayo 16, 2007

Kundera y el mundo eslavo

El hombre del este, por Milan Kundera
.En los años setenta, dejè mi país por Francia, donde, asombrado, descubrí que era un "exiliado de Europa del Este". En efecto, para los franceses mi país formaba parte del Oriente europeo. Me apresuraba a explicar por todas partes el verdadero escándalo de nuestra situación: privados de la soberanía nacional, no sólo noshabía anexionado otro país, sino otro mundo, el mundo del Este europeo, que, arraigado en el antiguo pasado de Bizancio, tiene su propia problemática históricaa, su propio rostro arquitectónico, su propia religión (ortodoxa), su alfabeto (el cirílico, que proviene de la escritura griega) y también su propio comunismo (nadie sabe, ni sabrá, lo que habría sido el comunismo centroeuropeo sin la dominación rusa, pero en todo caso no se habría parecido a aquel en el que hemos vivido).
Poco a poco entendí que venía de un "far away country of which we know little". Las personas que me rodeaban prestaban gran atención política, pero tenían un paupérrimo conocimiento geográfico: nos veían "comunistizados", no "anexionados". Por otra parte, ¿no pertenecen los checos desde siempre al mismo "mundo eslavo" que los rusos? Yo explicaba que, si bien existe una unidad lingüística de las naciones eslavas, no hay ninguna cultura eslava, ningún mundo eslavo: la historia de los checos, al igaul que la de los polacos, eslovacos, croatas o eslovenos (y, por supuesto, de los húngaros, que no son en absoluto eslavos), es siempre occidental: Gótico; Renacimiento; Barroco; estrecho contacto con el mundo germánico; lucha del catolicismo contra la Reforma. Nada que ver con Rusia, que se encontraba lejos, como otro mundo. Sólo los polacos vivían en directa vecindad con ella, aunque ésta pareciera una lucha a muerte.
Me esforcé en vano: la idea de un "mundo eslavo" siguesiendo un lugar común, inextirpable, de la historiografía mundial. Abro la Historia Universal en la prestigiosa edición de La Pléiade: en el capítulo "El mundo eslavo", Jan Hus, el gran teólogo checo, irremediablemente distanciado del inglés Wyclif (del que era discípulo) y del alemán Lutero (que ve en él a su precursor y maestro), se ve obligado a padecer, tras su muerte en una hoguera en Constanza, una siniestra inmortalidad en compañía de Iván el Terrible, con quien no puede intercambiar la mínima opinión.
De nada vale el argumento de la experiencia personal: hacia el final de los años setenta, recibí el manuscrito del prefacio escrito para una de mis novelas por un eminente eslavista que me comparaba constantemente (de un modo halagador, por supuesto, en aquel entonces nadie me deseaba ningún mal) con Dostoievsky, Gogol, Bunin, Pasternak, Mandelstam y con los disidentes rusos. Asustado, me negué a que se publicara. No es que sientiera antipatía por esos grandes rusos, muy al contrario, los admiraba a todos, pero en su compañía me convertía en otro. Recuerdo aún la extraña angustia que me causó ese texto: vivía como una deportación ese desplazamiento a un contexto que no era el mío.

lunes, febrero 05, 2007

Creando increibles II

Karel Capek, según Jorge Luis Borges

De los escritores checos que han renunciado a la (relativa) universalidad del idioma alemán y se han resignado a la limitación de su idioma nativo, Capek es acaso el más celebre. Su obra ha sido traducida en muchos países; sus dramas han sido representados en Nueva York y en Londres.
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Capek nació el 9 de enero de 1890, en una modesta ciudad del norte de Bohemia. Era hijo de un médico. Se doctoró en filosofía en la Universidad de Praga, y estudió en Berlín y París. La obra de William James y de John Dewey ejercieron una basta influencia sobre él. “Ninguna filosofía influyó en mí como la Norteamericana”, escribió después. Durante muchos años fue periodista. En 1920 publicó un folleto polémico –Critica de palabras- y estrenó su primero y famoso drama R.U.R., que presenta la rebelión de los hombres mecánicos contra sus creadores, los hombres. El año siguiente dio a conocer La comedia de los insectos, y en 1922 El caso Makropulos, cuyo tema –como el de Vuelta a Matuzalém (1921), de Bernard Shaw- es la posibilidad de lograr una extraordinaria longevidad. Ese mismo año publicó la novela fantástica La fabricación del absoluto, y dos años después Krahatita, nombre de un explosivo tan poderoso que su inventor prefiere la persecución y la cárcel a la revelación de su formula.
Su labor dramática es numerosa. Cabe destacar Adán, el creador, escrito en colaboración con su hermano; El azote blanco, que fustiga las dictaduras, y el curioso drama La madre. Varios personajes de esa obra aparecen después de muertos.
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También son dignos de recordación sus libros de viajes, ilustrados por él, su antología de poetas franceses modernos, sus Diálogos con T. G. Masaryk y sus Cuentos de dos bolsillos (1929), que forman una serie de cuentos policiales en miniatura.
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Karel Capek falleció en Praga, a fines del mes de diciembre de 1938.