miércoles, mayo 16, 2007

Kundera y el mundo eslavo

El hombre del este, por Milan Kundera
.En los años setenta, dejè mi país por Francia, donde, asombrado, descubrí que era un "exiliado de Europa del Este". En efecto, para los franceses mi país formaba parte del Oriente europeo. Me apresuraba a explicar por todas partes el verdadero escándalo de nuestra situación: privados de la soberanía nacional, no sólo noshabía anexionado otro país, sino otro mundo, el mundo del Este europeo, que, arraigado en el antiguo pasado de Bizancio, tiene su propia problemática históricaa, su propio rostro arquitectónico, su propia religión (ortodoxa), su alfabeto (el cirílico, que proviene de la escritura griega) y también su propio comunismo (nadie sabe, ni sabrá, lo que habría sido el comunismo centroeuropeo sin la dominación rusa, pero en todo caso no se habría parecido a aquel en el que hemos vivido).
Poco a poco entendí que venía de un "far away country of which we know little". Las personas que me rodeaban prestaban gran atención política, pero tenían un paupérrimo conocimiento geográfico: nos veían "comunistizados", no "anexionados". Por otra parte, ¿no pertenecen los checos desde siempre al mismo "mundo eslavo" que los rusos? Yo explicaba que, si bien existe una unidad lingüística de las naciones eslavas, no hay ninguna cultura eslava, ningún mundo eslavo: la historia de los checos, al igaul que la de los polacos, eslovacos, croatas o eslovenos (y, por supuesto, de los húngaros, que no son en absoluto eslavos), es siempre occidental: Gótico; Renacimiento; Barroco; estrecho contacto con el mundo germánico; lucha del catolicismo contra la Reforma. Nada que ver con Rusia, que se encontraba lejos, como otro mundo. Sólo los polacos vivían en directa vecindad con ella, aunque ésta pareciera una lucha a muerte.
Me esforcé en vano: la idea de un "mundo eslavo" siguesiendo un lugar común, inextirpable, de la historiografía mundial. Abro la Historia Universal en la prestigiosa edición de La Pléiade: en el capítulo "El mundo eslavo", Jan Hus, el gran teólogo checo, irremediablemente distanciado del inglés Wyclif (del que era discípulo) y del alemán Lutero (que ve en él a su precursor y maestro), se ve obligado a padecer, tras su muerte en una hoguera en Constanza, una siniestra inmortalidad en compañía de Iván el Terrible, con quien no puede intercambiar la mínima opinión.
De nada vale el argumento de la experiencia personal: hacia el final de los años setenta, recibí el manuscrito del prefacio escrito para una de mis novelas por un eminente eslavista que me comparaba constantemente (de un modo halagador, por supuesto, en aquel entonces nadie me deseaba ningún mal) con Dostoievsky, Gogol, Bunin, Pasternak, Mandelstam y con los disidentes rusos. Asustado, me negué a que se publicara. No es que sientiera antipatía por esos grandes rusos, muy al contrario, los admiraba a todos, pero en su compañía me convertía en otro. Recuerdo aún la extraña angustia que me causó ese texto: vivía como una deportación ese desplazamiento a un contexto que no era el mío.